El fútbol tiene un objetivo claro e indiscutible: ganar. Y para eso, lo indispensable es hacer goles. Para muchos se trata de un arte, del éxtasis, del momento cumbre, de la realización pura. Sin embargo, en una trinchera oculta están los que creen que la patada es un arte polémico, combatido pero no por eso menos bello. De hecho, esos mismos creyentes sostienen que un golpe bien dado es más difícil que acertar la pelota entre los tres palos, superando la resistencia del arquero.
La estética es uno de los pilares donde se apoya esta controvertida posición. Los golazos, bien habidos por todos los rincones del mundo, suelen ser excepcionales. De hecho, el imaginario colectivo puede conservar tres o cuatro, dependiendo la circunstancia, le emotividad y la calidad del tanto convertido. Pero la patada es perdurable, eterna en la mente de aquellos que celebran más el grito desgarrador del rival que la afonía eufórica del festejo.
Krupoviesa, De Jong, Pepe, Aguirre Suárez, Perfumo, Hrabina, Pasucci o Erbín son algunos de los nombres para la posteridad por sus patadas célebres. Casi nadie se acuerda que España ganó la Copa del Mundo de Sudáfrica 2010 en tiempo suplementario y con gol de Iniesta. Pero todos, casi sin excepción, se estremecen cuando rememoran el planchazo quirúrgico que Nigel De Jong le propinó a Xabi Alonso.
El lirismo de la patada entiende que un golpe bien dado mantiene a ambos jugadores en cancha, sin lesiones ni expulsiones como consecuencia. La tarjeta amarilla es anecdótica, contingente al árbitro, el griterío delator de la hinchada rival y el reclamo buchonezco de los rivales. Nunca, jamás, se celebrará una patada que sirva a fines inescrupulosos como dejar fuera de competencia a un rival o perjudicar a su propio equipo con una tarjeta roja. La “mala leche”, el pegar por pegar, es como el lado oscuro de la fuerza. No tiene asidero en un mundo donde la lealtad, está por encima de todo.
De ahí se desprende que Oscar Ruggeri no integre la lista de célebres artistas marciales en el fútbol. Su fallida zancadilla sobre los tobillos de José Luis Félix Chilavert prueba que la ira y la irracionalidad no forman parte del espíritu de aquellos que se babean con una patada bien dada.
Como lo indican las artes marciales, no hay fines violentos. La utilidad del golpe dado en su justa medida se entiende para condimentar, saborizar el insípido gusto que queda en la boca a la hora de gritar un gol. No se hace con violencia, sino con una función operativa para el equipo. Y claro, los roles nunca se mezclan.
Porque así como los defensores o volantes antes nombrados no pasaron a la posteridad por su virtuosismo goleador, tampoco lo harán Cristiano Ronaldo, Lionel Messi, Ángel Di María, Gareth Bale, Carlos Tévez o cualquier otro acostumbrado goleador que quiera disfrazarse de “patadista”. Como se postuló al comienzo, la patada es un arte. Diferente, irreconciliable con el gol. En la oscura trinchera de los golpes, se festeja una zancadilla, una plancha, un codazo antes que un gol que rompa redes.
Absolutamente en contra de esta brutal apología del delito
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