Acomodó la pelota haciéndola girar entre sus manos, como buscando el punto exacto donde apoyarla en el punto de cal. “¿Por qué le dicen “punto” si es grande como una torta?” pensó El Tuerto haciendo una mueca que, desde las cabinas, sería entendida como un gesto de suficiencia. En ese momento se le ocurrió pedir el cambio de pelota. “Está desinflada” le dijo al árbitro holandés, sabiendo que no lo iba a entender. El arquero se acercó corriendo, quejándose. “Vos cerrá el orto” le dijo El Tuerto aún teniendo en cuenta que el jugador del otro equipo no hablaba español.
Mientras buscaban otra pelota que satisficiera las necesidades del jugador argentino, El Tuerto aprovechó para mirar hacia las tribunas. Sabía que sería la última vez que estaría en una situación semejante. Posiblemente por mucho tiempo más, ningún jugador de fútbol de la selección argentina tendría la responsabilidad que él estaba a punto de afrontar. Entonces se tomó esos minutos (quizás fueran segundos) para grabarse todo lo que estaba sucediendo.
El arquero lo insultaba. El Tuerto, tranquilo, le hacía gestos para hacerse entender mejor. “No solo no te entiendo sino que, además, me garcho a tu mujer” le soltó con la libertad del idioma que no se entiende. “La pelota está desinflada y, para romperte el culo bien roto, la necesito inflada ¿entendés, ruso?” le gritó. El rival no era ruso pero no importaba. Todos los que son de “por allá lejos” son rusos. Así de simple.
Pensar que él jamás se imaginó estar en esta situación. De hecho, no debería estar jugando. El técnico se lo dejó bien en claro apenas lo convocó para integrar el banco: “Sabé bien sabido que ni mamado te pongo. Gordo como estás, no podés correr ni al colectivo” ¡Qué lejos de aquella aseveración con tono de dictamen final estaba ahora El Tuerto! A punto de patear el penal más importante de los últimos treinta años de fútbol argentino, no pudo menos que reírse de su presente.
¿Cuáles eran las probabilidades de que se lesionaran, en un mismo partido, los dos delanteros y el arquero? Cuando el nueve titular pidió el cambio, el técnico lo miró y le dijo: “Dale Tuerto, calentá”. Ya habían hecho dos de los tres cambios permitidos. El arquero y uno de los delanteros. El único que quedaba disponible era él. Y allí fue, a calentar, con la certeza de que debería empezar a creer en los imposibles.
“Dale Tuerto, dale!” le gritó el técnico “Dejate de saltar como un boludo y entrá” La desesperación por hacer el cambio le impedía mantener la compostura. “Vos entrá y tratá de no hacer cagadas y, en la primera que puedas, la mandás a guardar. Cuidá la bocha, Tuerto. No te hagas el habilidoso que faltan quince minutos más lo que el puto del árbitro agregue así que entrá y quedate arriba. En una de esas, tenemos culo y no tenés que patear al arco”.
Le dio una palmada en el hombro que pareció más un golpe que otra cosa y, aunque parecía mentira, El Tuerto estaba a punto de jugar la final de un mundial de fútbol.
La primera jugada en la que participó fue en el gol del empate del rival. Fue un centro desde la derecha que cayó en medio del área argentina. El arquero quiso despejar con los puños pero no solo le erró a la pelota sino que noqueó al delantero rival. El juez se llevó el silbato a la boca para cobrar penal pero la pelota pegó en medio de su rostro, empujando el silbato, haciendo que el árbitro se lo tragara. En la confusión, El Tuerto intentó despejar el balón pero utilizó su pierna menos hábil y la pelota realizó un extraño chanfle y volvió a elevarse hacia su propio arco. El número once saltó para cabecear el balón y así marcar el empate pero el juez del partido, tosiendo, tratando de expulsar el artefacto atrapado en su garganta, lo desestabilizó e hizo que el delantero cayera encima de un defensor argentino, errando así el golpe original pero no al balón que salió disparado en un tiro que desafió cualquier lógica. La pelota rebotó en el travesaño con tanta violencia que llegó hasta la mitad de cancha. Allí estaba ya El Tuerto quien, alertado por la situación, había corrido en esa dirección. Llegó antes que el mediocampista rival y quiso patear hacia el arco pese a los gritos desesperados de su técnico quien le recomendaba que no pateara y que se fuera, ya que estaba, a la concha de su hermana. El Tuerto logró realizar el disparo y pateó la pelota con toda su fuerza intentando que ésta llegara al arco contrario. Lo que no tuvo en cuenta era que el cinco rival, adelantado a la jugada, había saltado tratando de evitar esa gesta. Y lo logró, aunque nunca vería el resultado de su heroica acción. La pelota pegó de lleno en su rostro y lo fulminó al instante. Tal fue la fuerza del impacto que hizo que el balón realizara una parábola extraña y volviera hacia el área argentina. Lo cierto es que, en ese instante, el árbitro había logrado escupir el silbato y trataba de hacerlo sonar para cobrar falta cuando la pelota cayó desde lo alto del cielo, le pegó en la cabeza y entró en el ángulo superior izquierdo sorprendiendo al arquero que voló hacia la derecha. Gol y empate.
La segunda jugada fue la del penal. Los rivales, cansados, hacían tiempo para llegar al fin del tiempo reglamentario y, así, a los penales para definir el mundial de una buena vez. El arquero se la pasó al dos. El dos, de rabona, se la dio al tres y allí se desató la tormenta perfecta. El tres, como todo tres, no era para nada habilidoso. Intentó levantarla para dársela de cabeza a su arquero y que este la pudiera tomar con las manos. El problema fue que el tres la levantó en exceso y mandó un centro bombeado al medio del área. El arquero argentino, que estaba allí sorprendiendo a todo el mundo intentando sumar un hombre en ataque, saltó con las manos en alto buscando apresar el balón, en una clara muestra de deformación profesional. El arquero rival hizo exactamente lo mismo haciendo que ambos profesionales del arco quedaran anudados, abrazados. La pelota sobrepasó ese abrazo fraterno y quedó picando en las inmediaciones del área chica. Allí El Tuerto vio su posibilidad para marcar el gol y, de esa forma, ganar el mundial. En ese momento, el juez de línea quiso levantar la bandera para marcar una falta pero lo hizo con tanta vehemencia que el banderín salió disparado como un proyectil en dirección del área donde estaba la pelota a punto de ser impactada por el pie menos hábil del Tuerto. El banderín, convertido en una flecha, impactó de lleno en la pelota y la movió lo necesario para que El Tuerto pegase una patada al aire, realizase una pirueta y cayese de espaldas. El juez no dudó un instante: penal. Quedó agachado, con su mano derecha apuntando hacia el punto penal y la izquierda sosteniendo su silbato. El pitido duró aproximadamente catorce minutos. De joven, el juez del partido había sido buzo táctico y había desarrollado una extraordinaria capacidad pulmonar.
Todos se miraron. Como cuando el padre pregunta a los hijos quién rompió el jarrón, nadie se quiso hacer cargo del penal. El técnico, desde el banco de suplentes gritaba desesperado que cualquiera agarrase la pelota pero que, bajo ninguna circunstancia fuera El Tuerto quien ejecutase la pena máxima.
¿Y quién sino El Tuerto sabía lo que significaba la pena máxima? “Que le pregunten a la Rosita sino” pensó él con un dejo de tristeza, recordando a la bella vecina que nunca le diera bola y que, encima, se terminara casando con el gil de Vicente, cuyo logro máximo era ser el hijo del dueño del almacén de la esquina. Si eso no era pena máxima, entonces había vivido equivocado toda su vida.
“Voy yo. Los veo en un rato, muchachos” canchereó El Tuerto con voz firme pero con el corazón a punto de explotar de los nervios.
Allí estaba, pues, El Tuerto a punto de patear el penal que haría que Argentina pase a ganar el partido faltando menos de dos minutos para que se cumpliese el tiempo total de juego.
“Si me viera mi vieja…” pensó El Tuerto mientras le alcanzaban un nuevo balón. No era una expresión de deseo por tener a su madre viva ya que ella estaba en las tribunas en ese preciso momento. El problema era que la madre del Tuerto era ciega de nacimiento.
Apoyó la nueva pelota, reluciente, sobre el punto del penal. La hizo girar un par de veces apuntando el pico hacia el arquero, como si fuese una mira telescópica. Le dio un beso, deseándole suerte “No me cagues en esta, redonda” le dijo. Y se levantó. Se había tenido que tirar al piso para poder besar el balón y susurrarle su último pedido.
Una vez erguido empezó su caminata en reversa, para no sacarle la mirada al arquero quien se movía dando unos saltitos sobre la raya de meta. Cuando llegó a la mitad de la cancha se frenó. La pelota le había quedado un poco lejos, es cierto, pero al Tuerto siempre le habían gustado las carreras largas. No por nada seguía jugando pese a tener ya cuarenta y siete años. Intentó serenarse pero el corazón le latía, encabritado, dentro de su pecho tan fuerte que varios hinchas lo confundieron con los bombos de la barra brava.
Sonó la señal del árbitro, habilitando la ejecución del tiro desde el punto del penal. El Tuerto empezó, entonces, su carrera final. Al principio con un suave trotecito pero, conforme se acercaba al área grande, su carrera era alocada. Estaba a tres zancadas del momento cúlmine de su carrera deportiva. Argentina estaba a tres zancadas de ser otra vez campeona del mundo.
Dio la primera zancada y pensó en que no había dejado programada la videocasetera para grabar su novela favorita. “Qué manera de desperdiciar una zancada” pensó.
Dicen que en la anteúltima zancada, el pateador decide para qué costado va a dirigir el tiro. En su segunda, la anteúltima, El Tuerto decidió que no iba a decidir nada. Que se dejaría llevar por el momento, que estaba cansado de planificar todo. Que era momento de improvisar y dejar de ser tan previsible. “Que fluya” se dijo.
Apoyó firmemente el pie izquierdo al costado de la pelota y se preparó para dar el puntapié final. Llevó la pierna derecha hacia atrás, bien atrás, casi tocando su glúteo con el talón y lanzó la pierna hacia adelante con todas sus fuerzas. Pensó en todos: en las millones de personas que estaban mirando la tele, en su perro Tito que lo esperaba en su casa, en su viejo que fue quien le regaló su primera pelota, en su novia Matilde a quien ya no amaba pero le daba pena dejarla y en la videocasetera sin programar “puta, justo hoy que termina la novela” reflexionó y pensó en Argentina Campeón del Mundo. Pensó además que, si erraba el penal, se tenía que mudar de país. Pensó que era demasiado tarde para arrepentirse.
Pensó en todo eso.
Y pateó.
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