* Cuento escrito por Ariel Scher y publicado en www.11wsports.com
En una baldosa, más chica o más grande, más rota o más sana, cabe todo. Lo sabía Carlos Alberto Rivada, wing derecho de los buenos, a quien le alcanzaba la superficie fecunda de cualquier baldosa para gambetear de allá hacia acá y de acá hacia allá, empastando los tobillos de los defensores rivales, avisándole a la lógica que quedaban cosas por inventar, descubriendo la jugada que nadie había escrito, haciendo de la pelota una socia, un amor o una hermana. Igual que cada pedacito del universo, una baldosa puede ser una nada o un mundo, según quién ponga los pies y la imaginación y la inteligencia y la audacia sobre esa baldosa. Rivada siempre hacía mundos y nunca hacía nadas sobre las baldosas, como recuerdan sus amigos y sus públicos. O como hubieran dicho las propias baldosas si, además de ser suelos de sueños, tuvieran voz. O como seguiría haciendo él, si no lo hubieran desaparecido.
En una baldosa, en las canchas de tierrita o en los campos que permiten que crezca el césped de fútbol, Rivada desparramaba destrezas y corridas, casi siempre en la Primera de Huracán de Tres Arroyos, su patria deportiva mientras, militante de más cuestiones que los goles, trabajaba para modelar lo que creía que sería una patria más digna no sólo en el deporte. Otra de sus patrias consistía en una vocación profesional, la ingeniería electrónica, que lo había hecho migrar de ida y con vuelta desde las baldosas de Tres Arroyos hasta las de Bahía Blanca, donde, futbolista en cada minuto, cursó la universidad pero no interrumpió el hábito de los pelotazos y se calzó la camiseta del club Liniers. Una patria más, la de las entrañas, tenía formas de familia y la compartía con su mujer, María Beatriz Loperena, y con sus chiquitos bien chiquitos, Josefina y Diego.
En una baldosa, en el espacio de una baldosa, Rivada se sacó de encima a un adversario durante el partido del 2 de febrero de 1977 que lo puso enfrente del campeón de Necochea, Estación Quequén. Jugó de wing derecho como cada vez y jugó para Huracán de Tres Arroyos como cada vez, pero la existencia no era la de cada vez. Las baldosas de la Argentina, el país en el que Rivada se había construido como futbolista, como militante, como ingeniero y como papá, temblaban por el paso de la barbarie y se hundían por el peso de una dictadura. Unas horas después de ese partido, en la madrugada del 3 de febrero, Rivada y su esposa fueron secuestrados en su casa del número 30 de la calle 9 de Julio. A Josefina y a Diego, los chiquitos, también los secuestraron y los abandonaron en las puertas de un hospital de la ciudad. Una enfermera los rescató del abismo, un núcleo familiar les permitió crecer en el cariño. Y sobre un millón de baldosas caminaron de allí en adelante preguntándose por su madre, por su padre, por qué.
Rivada es un nombre que suena como una emoción o como un legado en mil circunstancias del fútbol y, en especial, en las inminencias de cada 24 de marzo, la fecha bruta de 1976 en la que un régimen de horrores fue instalado en la Argentina. Y si ese nombre suena como suena es porque, baldosa sobre baldosa, hubo personas y organizaciones que recuperaron la historia de muchos nombres, los de los deportistas desaparecidos, y evidenciaron que el deporte queda adentro de la realidad y que la acción arrasadora de los dictadores y de sus secuaces dejó marcas en las canchas y en las pistas. Y si ese nombre suena como suena es, además, porque Diego Rivada, heredando lo que había que heredar, también apiló, junto con otra gente, baldosas sobre baldosas, ladrillos sobre ladrillos y sudores sobre sudores para que un club destrozado, el Deportivo Barracas de General Lamadrid, recobrara vitalidad, se convirtiera en un lugar donde respiran y sonríen muchísimos chicos y reivindicara el valor del deporte como una posibilidad para transformar y para transformarse. O sea para que, con creatividad, con compromiso y con alegría, las baldosas sobre las que se levanta el presente se sostuvieran en los cimientos que le dieron sentido a los días de su papá.
Ahora, en Tres Arroyos preparan una baldosa que diga María Beatriz Loperena y que diga Carlos Alberto Rivada. La estamparán delante del número 30 de la calle 9 de Julio. A simple interpretación, se dirá que esa baldosa expresará un homenaje. Sin embargo, será más que eso. En una baldosa cabe todo. Y en esa, la que va a florecer frente a esa casa, respiran la memoria y la justicia, laten la vida y un wing derecho, están Carlos Alberto Rivada y lo mejor de la humanidad.
viernes, 22 de marzo de 2013
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